sábado, 15 de mayo de 2010

La fábrica de sueños

Entrar en ese templo de la Luz era para mi una experiencia poco cotidiana y reservada para los escasos viajes a Buenos Aires. El recuerdo me embriaga y me eriza la piel: la inmensa nave del edificio que se desplegaba imponente ante mi vista; con sus paredes labradas de buen gusto y terminaciones en dorado; la hilera de sillas de cuero replicadas en un mar ondeado que invitaba a zambullirse; el velo bordó, largo y pesado que escondía tras de si la magia de las emociones; los pasillos cubiertos de alfombras para que el ruido de quien llegara tarde al rito no interrumpiera el trance de los demás; y esa cúpula... ¡esa cúpula! colmada de ángeles querubines que bailaban en un cielo que los años habían pintado de sepia. El Grand Splendid era el templo pagano de los cinéfilos y Mimadre me había llevado allí, por primera vez en mi vida, en ese viaje a Buenos Aires.
Yo estaba extasiado, no podía dejar de sorprenderme con la belleza descomunal de esa sala maravillosa que rozaba el pecado de la perfección y le comentaba a Mimadre cada detalle que me llamaba la atención. Habíamos ido a ver Frankenstein de Mary Shelley. Las luces bajaron, sumiéndonos en en la oscuridad profunda de los sueños. El gran telón comenzó a moverse y dejó al descubierto una enorme pantalla de cinemascope. La superficie fue bañada por la luz divina del proyector y el juego de luces y sombras tomó vida.
Poco a poco me fui metiendo en la historia y, entrada ya la película, yo era solo ojos y luz y sonido y euforia. Comenzaba la escena principal, en la que el Dr. Víctor Frankenstein, después de haber dejado a su amada por su pasión a la ciencia, comenzaba el experimento de su vida. La música pegó un salto y comenzó la secuencia en la que acomodaba el cadáver en una matriz metálica, y le daba electricidad soltando un centenar de anguilas eléctricas que con descontrolados movimientos rodeaban y electrificaban a la criatura para infundirle vida. Yo estaba que casi me saltaba del asiento cuando el delirante científico se sube sobre ese vientre de hierro y a través de un vidrio le grita ¡Liiiiiiiiiiiive! a su hermoso engendro; y cuando la monstruosidad abre los ojos, yo me doy vuelta hacía un costado, exaltado de la emoción al grito de ¡Viste eso! Y allí estaba Mimadre, con la cabeza hacia atrás, la boca abierta y abrazada a su cartera; en el más profundo de los sueño, como un hereje del séptimo arte.

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